Este 218 estamos asistiendo a una verdadera campaña contra Rusia. Si hemos de creer a los medios de comunicación occidentales, Rusia es prácticamente la encarnación del mal. Hay, en cierto modo, una especia de rusofobia en los medios. En esta narrativa, los rusos han conseguido, por poner solo algún ejemplo, que Trump fuera presidente y que Cataluña profundizara en el proceso de secesión. No importa que su sistema económico sea, con virtudes y defectos, equiparable a los de las democracias neoliberales del resto del mundo; Rusia sigue siendo, como lo fue durante el periodo soviético, el enemigo que hay que combatir. Las señales de que ese combate ha empezado son evidentes: Rusia no tiene bases militares propias en la frontera de EEUU, pero en cambio se ve constantemente cercada militarmente por las tropas de la OTAN en sus líneas fronterizas. Algo que la obliga, una vez más, a un caro proceso de rearme. Pero no es la única evidencia: Mientras Occidente alienta las “revoluciones de colores” y promueve la independencia de Kosovo, por ejemplo, reprocha a Rusia su anexión de Crimea (región históricamente rusa), y niega la posibilidad de un referéndum a las provincias pro-rusas del este de Ucrania. Incluso la memoria de lo que realmente sucedió en la Segunda Guerra Mundial ha sido deliberadamente alterada: no parecen haber existido los 25 millones de rusos muertos y ya ni se reconoce que fue el ejército soviético quien contribuyó a la consecución de la victoria sobre el nazismo. Rusia es, pues, a los ojos de Occidente, el gran peligro. La gran amenaza. Utilizando a los medios, Estados Unidos y la Unión Europea han creado un ambiente de rusofobia, carente de justificación real, que anuncia una nueva etapa histórica. En este libro Rusofobia. ¿Hacia una nueva guerra fría? el profesor emérito de derecho Robert Charvin habla de todo eso y señala cómo los poderes fácticos están iniciando un proceso similar al de la Guerra Fría, en el que los europeos tenemos poco que ganar y mucho que perder.