Haber sido acunado con canciones revolucionarias, como el autor empieza confesando que le sucedió en su más tierna infancia, no es garantía de nada. Tanto puede ocurrir que uno conserve de por vida la fidelidad a las estrofas que le permitían conciliar el sueño, como que sus versos le funcionen como antídoto inolvidable frente a esas mismas creencias. En cierto modo, tanto da. Lo importante no es el desenlace, sino el trato que se le dispensa al propio recuerdo. Lo que importa —formulado apenas con otras palabras— es que, mantenga uno las antiguas canciones como puntos de referencia tutelares o las abandone como se va abandonando el pasado, lo haga con inteligencia y buenas razones. Cuando ello ocurre, como en el caso César Rendueles, el resultado solo puede ser clarificador. Tan clarificador como matizado, porque, según sabemos de antiguo, en el gusto por el matiz se reconoce al filósofo. A los buscadores compulsivos de contradicciones ajenas (tropa cuyas filas no dejan de renovarse, generación tras generación, a cual más entusiasta) les parecerá de todo punto insostenible que en un mismo autor coexistan la desconfianza en la capacidad científica de las ciencias sociales, la convicción de su necesidad y el reconocimiento de la potencia, conceptual y política, del materialismo histórico. Pero es que probablemente sea esta la única manera de reivindicar dicha herencia en los extraños tiempos que nos está tocando en (mala) suerte vivir. De canturrear, siendo adulto, las viejas nanas.