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La finca de Whistlefield es famosa no solo por su belleza, sino también por el laberinto vegetal que diseñaron sus primeros propietarios. El recorrido, delimitado por altos setos que se entrecruzan en caminos sin salida o que regresan al punto de partida, conduce a dos centros distintos en los que un cómodo banco recompensa a quienes logran alcanzar la meta. Y es allí donde, en una calurosa tarde de verano, aparecen los cuerpos sin vida de Roger Shandon —el dueño de la heredad— y de Neville —su hermano gemelo y conocido abogado—, ambos asesinados con la misma arma: un dardo impregnado de curare. Dado que todos los miembros de la familia, los únicos capaces de orientarse en el laberinto, parecen tener una sólida coartada, serán necesarias una mirada aguda y una inquebrantable profesionalidad para averiguar quién ha cometido el extraño doble crimen. Cualidades que, inteligentemente disimuladas bajo una apariencia anodina, el jefe de policía Sir Clinton Driffield posee en extraordinaria medida.