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La crisis social y económica generada por la COVID-19 ha puesto al descubierto muchas de las heridas de un pacto de convivencia en el que los hombres disfrutamos de una posición dominante. La pandemia no ha hecho sino prorrogar lo que la crisis de 2008 y la extensión de las políticas neoliberales ya estaban generando en un mundo cada vez más desigual. La experiencia física y emocional vivida durante el confinamiento que supuso el estado de alarma, y las medidas que en los meses posteriores han limitado nuestras libertades personales y nos han situado en un precipicio personal y político nos alertan de los principales retos a los que se enfrenta un mundo todavía regido por leyes patriarcales y por una cultura androcéntrica. De aquí que esta crisis, justo cuando el feminismo se ha convertido en la teoría y en el movimiento global con más capacidad de movilización transformadora, nos ofrezca a los hombres una magnífica oportunidad para superar los lastres de la masculinidad omnipotente y (re)construirnos desde la dimensión emancipadora de la igualdad. Una transformación que sin cambios estructurales en lo social y en lo político, en la misma definición de la vida que compartimos y en las prioridades de las instituciones que nos representan quedará reducida a una mística de las nuevas masculinidades. Porque el reto, personal y político, es construir un nuevo proyecto de humanidad más sostenible e igualitario, apoyado más en los bienes comunes que en los deseos individuales. Un nuevo contrato, en fin, basado en la vulnerabilidad compartida y en nuestra necesaria interdependencia.