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Serafín, último vástago de una familia a la que secularmente se conoció como los Burros, pues su apellido real era Burón y siempre se dijo que tenían el carácter peleón, así como la apostura guerrera, regresa al pueblo de sus antepasados para aislarse y escribir su tesis doctoral. Le acompaña su novia, y habitan la casa que el padre de Serafín logró construir tras toda una vida de trabajo y ahorros.
Serafín, por lo menos en términos anatómicos, nunca estuvo a la altura de los miembros más celebérrimos de dicha estirpe. Veedor impenitente y tranquilo de cuantos sucesos la vida le depara, es más bien menudo y de débil complexión. Culto y tímido, con un futuro prometedor como científico, pronto se obsesionará con los habitantes del pueblo que, desde época inmemorial, tienen un dicho que constituye la esencia de su ser en el mundo: «La vaca, tudanca / el vino, tinto / la mujer, callada». Y sufrirá un descalabro mayor cuando le anuncien que la nueva autovía que unirá la capital provincial con la capital del Estado pasa justamente por donde se encuentra la casa de su padre.