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Gracias a sus extraordinarios logros, el mundo moderno es prodigiosamente bello y grande. El hombre, orgulloso de sus conquistas y de su poder sobre la materia y sobre la vida, parece dominarlo cada día más. Pero a medida que con la ciencia y la técnica domina el universo, pierde el hombre el dominio de su universo íntimo. Penetra en el misterio de los mundos, en el de los infinitamente pequeños y el de los infinitamente grandes, y se pierde en su propio misterio. Quiere regir el universo y no sabe regir su propia persona. Domeña la materia, pero cuando debería -libre de su tiranía- vivir más del espíritu, la materia perfeccionada se vuelve contra él, lo esclaviza y el espíritu muere.
Pero si el espíritu se menoscaba, el hombre peligra, ya que la carne de su amor, la máquina que construyó, la ciudad que levantó, el mundo que edificó, se vuelven contra él y lo aplastan. La materia escapa nuevamente del hombre; desaparece el hombre. Hay que comenzar de nuevo.
A pesar de todo, el mundo moderno entusiasma y no sólo no tenemos derecho a frenar su fulgurante progreso, sino que tenemos la obligación de trabajar en él en vez de huir del mismo. No obstante, hay que rehacer al hombre para que el universo, por medio de él sea rehecho en el orden y en el amor.